“Lucharon por una bandera que no los nombraba.”Los invisibles del 25 de mayo

Los esclavos lucharon por la libertad mucho antes de ser libres. Hombres encadenados, mujeres sin apellido, niños nacidos sin futuro. No eran ciudadanos, no tenían derechos, no figuraban en los papeles. Pero ahí estaban. En la cocina del campamento. En la trinchera. Cargando fusiles, tocando el tambor, cruzando los Andes con los pies heridos y la dignidad intacta. Este texto es sobre ellos. Los que no firmaron el acta de la independencia, pero la hicieron posible.
Y no comenzaron en 1810. Ya estaban ahí en 1806 y 1807, cuando los ingleses invadieron Buenos Aires. En esas calles embarradas y desesperadas, los esclavos defendieron la ciudad con la furia de quien sabe que no tiene a dónde huir. Acarreaban pólvora, preparaban barricadas, empuñaban armas improvisadas. Algunos pelearon por obligación. Otros por lealtad. Pero todos lo hicieron. Y sin ellos, quizá la ciudad habría caído.
En 1810, Buenos Aires tenía 40.000 habitantes. Más del 25% eran esclavos. Uno de cada cuatro. Y sin embargo, cuando en los balcones se gritaba “¡libertad!”, en los patios se escuchaban cadenas. La palabra resonaba en los discursos, pero no en los actos. Libertad era un perfume que no llegaba a los que servían.
Los revolucionarios sabían que había una contradicción. Admiraban a Estados Unidos, pero no querían repetir su hipocresía. Tampoco podían derrumbar de golpe el sistema económico que los sostenía. Entonces optaron por lo gradual. En 1812 se prohibió el tráfico de esclavos. En 1813, la libertad de vientres. Una libertad diferida. Como si la dignidad pudiera esperar a la mayoría de edad.
Pero los esclavos no esperaron. Se escapaban. Se organizaban. Peticionaban. Querían la abolición. Querían ser personas. Querían dejar de ser silencio.
La guerra les ofreció una grieta. Si peleaban por la patria, podían ganar la libertad. Así nació el liberto. En el ejército de San Martín marcharon más de 1.500 esclavos. Cruzaron la cordillera. Pelearon en Chacabuco, Maipú, Cancha Rayada. En el Regimiento de Castas, formado por pardos y morenos, dejaron su vida sin nombre. En los partes oficiales muchas veces se anotaba: “42 bajas”. Sin apellido. Sin historia.
Una crónica oral recuerda a Pedro, liberto cuyano. Murió en la subida a Uspallata. Llevaba un tambor atado a la espalda. Resbaló en el hielo y desapareció. Nadie detuvo la marcha. Nadie escribió su nombre. Pero alguien, alguna vez, lo recordó.
En las batallas del Alto Perú, también. Tucumán, 1812: casi 300 libertos peleaban al lado de Belgrano. Vilcapugio, 1813: murieron sin saber si algún día serían reconocidos. Salta: los tambores del frente hablaban en lenguaje africano. El corazón de la patria naciente latía con ritmo negro. Pero la historia no lo escuchó.
Las mujeres esclavas también estuvieron. Pero fueron aún más invisibles. Cocinaban, curaban, criaban. Sin uniforme. Sin medallas. Sin nombre. Si las mujeres blancas fueron invisibilizadas por la historia, los esclavos lo fueron mucho más. Jamás se los menciona. Es como si no hubieran estado. Como si la Revolución la hubieran hecho solos los dueños del balcón. En todos los niveles —educación, arte, política, cultura— su ausencia es escandalosa. Es el silencio más antiguo.
María Remedios del Valle fue una excepción. Negra. Pobre. Analfabeta. Luchó junto a Belgrano. Fue herida, capturada, azotada. Perdió a su marido y a sus hijos. Volvió al frente. Belgrano la llamó Capitana. Y aún así, terminó pidiendo limosna. Hasta que en 1827, el general Juan José Viamonte la reconoció en la calle. “Usted me salvó la vida”, dijo. Consiguió para ella una pensión. Una mínima reparación. Sin estatuas. Sin bronce. Sin calle.
En 1853, la Constitución Nacional abolió la esclavitud. Artículo 15. Una línea. Un decreto. Cuarenta y tres años después del primer grito de libertad.
¿Y después? ¿Qué pasó con el 25% de negros que había en Buenos Aires?
Desaparecieron. O los desaparecieron.
Primero vino la guerra. Los usaron como carne de cañón. Después las epidemias. La fiebre amarilla de 1871 arrasó con los barrios afrodescendientes. Murieron por cientos. Por miles.
Después vino la política del olvido. El siglo XIX fue el siglo del blanqueamiento. Se trajo inmigración europea para “civilizar” el país. Y funcionó. Pero no solo fue un blanqueamiento demográfico. Fue también institucional. Durante décadas, en los censos nacionales dejaron de contar a los afrodescendientes. Literalmente. No aparecían. Si no se pregunta, no existen. Desaparecieron del papel. Y luego, de la memoria.
Recién en 2010, más de un siglo después de la abolición, el Estado volvió a incluir una pregunta sobre identidad afrodescendiente. En 2022, la repitió. ¿Qué pasó entre 1853 y ese primer reconocimiento censal? Nada. Silencio. Omisión. Invisibilización planificada.
No es que no estén. Están. En los tambores del candombe. En la milonga. En los rostros que no se nombran. Algunos luchan. Otros no saben. Pero ahí siguen. Aunque el país no los vea.
Uno de ellos dejó escrita, sin tinta, una frase imaginaria:“Si la patria se hace conmigo, que me nombre. Si se hace sin mí, que me tema.”
La independencia no fue solo un Congreso de levitas. Fue también una fila de descalzos marchando por la cordillera. Una mujer negra arrodillada vendando a un herido. Un niño esclavo tocando el tambor que anunciaba la batalla.
No dejaron monumentos. Dejaron silencio.
El último liberto del Regimiento de Castas murió en 1889, en una pieza húmeda de San Telmo. Nadie asistió a su entierro. Solo una vecina dejó una flor. (Construcción simbólica del olvido)
Porque la patria no se hizo solo con discursos. Se forjó con cuerpos esclavizados que soñaron lo imposible.
Por: Roberto Arnaiz
(www.facebook.com/robertoarnaiz25)
Roberto Arnaiz | Escritor e Historiador
📚 Autor de más de 30 libros
🌍 Exploro la historia y la cultura para conectar el pasado con el presente.
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