Patricia quería ser doctora pero otro sueño la atrapó en el corazón de Neuquén.

Concluída su etapa de Nivel Medio, una jovencita del interior neuquino pronto confirmó que la vocación por la Medicina iba a implicar costos imposibles de sobrellevar para su familia. ¿Y entonces? Corría plena década de los ‘90, en Junín de los Andes, así que, resignación de por medio, prefirió no desperdiciar sus ganas de servir a los demás. La experiencia en terreno de los maestros rurales le mostraron un camino para cambiar el mundo como ella quería, aunque solo fuera, “el mundo” que la rodeaba, entre puestos y parajes.
“Cuando una es chica, sueña a lo grande”, reconoció Patricia Espinós, en diálogo con Diario RÍO NEGRO, para la sección inspiradora de “Historias de nuestra comunidad”. “Quería ser doctora porque consideraba que eran personas sabias, con mucho conocimiento y prestigio, que podían ayudar a la gente”, dijo, recordando esos años en los que se imaginó que podía viajar, ejerciendo la ayuda humanitaria. Pero, como le dijo una ‘monjita’, descubrió que su entorno ya escondía los ojitos de niños y niñas más cercanos, en lugares que no le pedían pasaporte, y que necesitaban de gente con voluntad para modificar la realidad sencilla, cotidiana. Entendió que eso, en sí mismo, ya era un todo un acto de valentía.
Así se recibió en el Instituto de Formación Docente de su localidad y así superó los primeros años de preocupación de su familia, que la vio con 20 años recién cumplidos, mochila al hombro, la bolsa de dormir y los libros, saliendo a cumplir con las primeras suplencias que le tocaban en suerte. Hoy mira hacia atrás y recuerda que sólo renunció a una convocatoria, cuando llegó al lugar, perdido en medio de la nada, y descubrió que la casa que la alojaría era apenas una pieza de adobe, ya partido por el paso del tiempo.
Para las demás circunstancias, no se opuso a ninguna: desde dormir vestida en un trailer sin gas, también pasó sus noches improvisando una cama en la “oficina” de la Dirección y hasta en el único salón que de día volvía a servir de aula. Cuando era posible, los pocos taxis del pago le “fiaban” los viajes, para que pudiera llegar desde su casa a destino, y si no, hacía dedo horas antes, en rutas o caminos que no conocían todavía de tantas camionetas doble tracción, sino de invencibles Renault 12 y hasta de algún 4L corajudo. Sabía que no volvería a descansar en su cama hasta el fin de semana, hasta la fecha de cobro o cuando tocara alguna jornada institucional.
En el medio, muchos fueron los referentes que a Patricia la inspiraron, desde los docentes alegres que admiró en su carrera, por su conocimiento y garra, hasta sus colegas ya en terreno, que le enseñaron lo que era el compañerismo y los resultados que se pueden conseguir cuando se busca generar “escuelas felices”. Ese anhelo, sin embargo, jamás la llevó a romantizar sus vivencias ni a minimizar las necesidades, sino, por el contrario, le dio el empuje suficiente para insistir y golpear puertas para que los estudiantes y sus familias accedieran a derechos básicos: tratamientos de salud en Neuquén capital y Buenos Aires, transporte, acompañamiento a la discapacidad, luz, agua corriente, calefacción, internet en pandemia y la lista es interminable. “Nos ayudó la movilización de los padres, esa red de apoyo que construyó mi familia y el hecho de que mis compañeros no fueron cobardes”, valoró contundente.
Desde 1996 en la escuela Pilo Lil, pasó por muchos colegios de la zona: en Huilqui Menuco, Salitral, Pampa del Malleo, Costa del Malleo, Chiquilihuín, Aucapán, Costa Confluencia y más. Ya próxima a jubilarse, hoy es titular en la Escuela N° 320 de Costa de Catan Lil, aunque su casa queda en Junín y sigue viajando 150 kilómetros ida y vuelta, para cumplir con cada jornada. Los años van pasando y cada vez son menos chicos en las aulas, eso la “Maestra Pato” lo nota y lo analiza: de 35 a 10 actualmente en una, de 30 a ocho en otra, de 60 a 15 alumnos en una más, y así.
Conocedora de su gente, esta docente sabe que las familias emigraron a las ciudades por falta de oportunidades en la zona rural, pero esa no ha sido la solución, ya que en muchos casos, terminaron viviendo en asentamientos sin servicios, quizás en peores condiciones que en el campo, donde al menos tenían su huerta y sus animales. Con el tiempo, se ha reencontrado con algunos de sus alumnos, que la recuerdan todavía después de tantos años y que se han radicado en San Martín de los Andes, Zapala o el propio Junín.
En 30 años de servicio, Patricia cuenta que muchas veces batalló con el prejuicio de quienes pensaban que ser “docente rural” era cosa de vagos, que querían cobrar sin trabajar. Hoy piensa en esa mirada y en el contraste con su experiencia en la profesión, que la encontró siempre calzando botines, de tantos kilómetros que le tocó caminar, de tanto salir afuera a acarrear agua; ubicándose en el mapa para saber cómo llegar a algún puesto perdido, donde la esperaba algún alumno que por algún motivo no estaba asistiendo a clases. “Nada de glamour”, dijo para describir su oficio, que la llevó a plantarse cara a cara con supervisores, ministros y hasta un gobernador, a quienes les recordó:
si todo sigue así, “las obras y los edificios seguirán llegando tarde, porque los necesitábamos hace 10 años, no ahora que cada vez quedan menos niños”,
La impotencia le quitó la sonrisa muchas veces, reconoció la Seño “Pato”, pero con unos mates al llegar a su casa siempre se le pasa. En 30 años tuvo que “embarrar la teoría”, porque en ningún libro de Jean Piaget encontraba cómo consolar a esas nenas de Jardín de Infantes, que lloraban en las escuelas albergue al entender que no volverían a ver a sus madres hasta el fin de semana. Pero aprendió que “la ruralidad era justamente abrir tranqueras, para salir adelante” y por eso insistió, para que sus chicos ya no tengan que tenerle miedo al futuro. Eso y Dios le dieron el aliento que le hizo falta cada día, para no aflojar.




Fuente Diario Río Negro