La triste historia de la Bella Durmiente del Everest

Monte Everest, Himalaya – A más de 8.500 metros de altitud, donde el aire apenas alcanza para respirar y el silencio es tan profundo como la muerte, yace el cuerpo congelado de una mujer joven. Su silueta descansa en una postura que parece serena, casi etérea, como si estuviera dormida en una paz irreal. Los escaladores la llaman “La Bella Durmiente del Everest”.
Su nombre real era Francys Arsentiev, una estadounidense de 40 años, madre, esposa y soñadora. En 1998, Francys se convirtió en la primera mujer norteamericana en llegar a la cima del Everest sin oxígeno suplementario. Pero esa gloria fue fugaz. Nunca regresó al campamento base. Nunca volvió a casa.
Francys emprendió la expedición junto a su esposo, Sergei Arsentiev. Ambos eran alpinistas experimentados, pero esa vez, el desafío era extremo. Tras varios intentos fallidos, el 22 de mayo lograron coronar la cumbre del mundo. Lo que debía ser una hazaña celebrada por generaciones se tornó en tragedia.
Durante el descenso, Francys comenzó a sufrir de hipoxia —una falta de oxígeno devastadora— y quedó atrapada en lo que los escaladores llaman la “zona de la muerte”. Sergei bajó en busca de ayuda, pero al regresar, ella ya no estaba en el mismo sitio. Perdido entre la niebla y el hielo, él también murió tratando de salvarla.
Días después, otros alpinistas la encontraron aún viva, acurrucada sobre una cornisa nevada, congelada pero consciente. Intentaron auxiliarla, pero a esa altitud, con el cuerpo al límite, arrastrarla hubiera significado condenarse ellos también. Murió allí mismo, en brazos de la montaña, con los ojos abiertos al cielo.
El apodo de “La Bella Durmiente” no es casual. Vestía un traje violeta brillante, y su postura, con los brazos cruzados y el rostro sereno, evocaba la imagen de una mujer descansando. Durante años, su cuerpo quedó visible junto a la ruta norte del Everest, como un recordatorio silente del costo de desafiar a la montaña.
No era solo un cuerpo. Era una historia. Una madre. Una voz que alguna vez enseñó literatura, que cantaba ópera, que soñaba con aventuras y dejó cartas de amor escritas a mano.
En 2007, un grupo de montañistas anónimos logró mover su cuerpo fuera de la vista de la ruta principal, envolviéndola con respeto. Lo hicieron no por espectáculo, sino por humanidad.
La historia de Francys es trágica, sí, pero también es profundamente humana. Nos habla del amor, del sacrificio y de la delgada línea entre la gloria y el abismo. Nos recuerda que, incluso entre el hielo eterno, hay belleza y dolor entrelazados.
Ella no murió sola. Murió amada. Y aunque duerma ahora entre las nubes y el hielo, su historia sigue viva, contada en susurros entre montañistas, en libros de crónicas, y en cada paso que alguien da hacia la cumbre con un sueño en el corazón.