Bata Sika: el hombre al que obligaron a poblar una ciudad
En los vastos campos de São Paulo, en pleno siglo XIX, nació una historia tan brutal como trascendente. La de Bata Sika, un hombre que fue despojado de su humanidad para servir como un instrumento de reproducción en el engranaje de la esclavitud brasileña.
Alto, fuerte y de presencia imponente, Bata no fue destinado a cosechar ni a cortar caña: su dueño lo consideró más valioso como “sembrador de vidas”. En una época en la que la esclavitud sostenía la economía y definía las jerarquías sociales, los cuerpos de los hombres y mujeres esclavizados eran mercancía. Y en ese contexto, el cuerpo de Bata se convirtió en una inversión.
Obligado a mantener relaciones con decenas de mujeres esclavizadas, fue forzado a engendrar hijos que, al nacer, eran vendidos o explotados como nuevos brazos para el trabajo. A lo largo de su vida tuvo 249 hijos, ninguno de los cuales pudo conocer o criar. Su existencia transcurrió entre el privilegio del encierro y la condena de una paternidad arrebatada.
Mientras sus descendientes eran dispersados por los ingenios y haciendas del interior paulista, su amo lo mantuvo apartado del trabajo físico, alimentando la ilusión de un trato “especial” que en realidad respondía a un cálculo perverso: producir más esclavos.
El destino de Bata cambió en 1888, cuando Brasil abolió oficialmente la esclavitud. Su antiguo amo —tal vez movido por la culpa, o simplemente por el oportunismo— le otorgó un pedazo de tierra. Por primera vez libre, Bata eligió una vida diferente: se casó con Palmira, formó una nueva familia y tuvo nueve hijos más, a quienes enseñó a leer y escribir. Quiso darles lo que a él le habían negado: la posibilidad de pensar y elegir.
Vivió hasta los 130 años y murió en 1958, en la ciudad de Santa Iokesa, donde se estima que hoy alrededor del 30% de la población desciende de él. Sin proponérselo, aquel hombre que fue forzado a poblar con su sangre los campos de Brasil terminó fundando una ciudad entera.
Hoy, su nombre ya no es símbolo de sometimiento, sino de resistencia y redención. En Santa Iokesa, calles, escuelas y monumentos llevan el nombre de Bata Sika, el hombre que, pese a haber sido reducido a objeto, dejó una huella imposible de borrar.
Su historia recuerda que incluso en los capítulos más oscuros de la humanidad, hay vidas que logran transformar la opresión en memoria, y el dolor en legado.









